martes, 15 de octubre de 2013

Volver para llorar en escena

Cuando uno se esforzó tanto en crear y fortalecer un vínculo a tal punto de inventarse un culto a él, con sus respectivas ceremonias, costumbres y reglas, al momento de decidir romperlo para siempre no piensa realmente en todo lo que tiene que deshacer. Tal vez piensa que el no ver ni hablar con esa persona es suficiente para, en un par de meses, superarla y seguir con su vida. Pero de a poco se va dando cuenta de que esa persona era tan parte de su vida como sí misma. Comienza a encontrarla en sus contraseñas, en sus tardes vacías de domingo, en sus ganas de ver una película en el cine y no tener con quién. En esos 54 preservativos que guardaba en una lata para cuando viniera de visita. En esa serie que estaba por sacar la nueva temporada. De repente está en la ropa interior, en la mesa de luz con la que nunca más se golpeó, en ese cruce de calles que agarra el colectivo al volver de la facultad. Y ahí es cuando uno realmente se da cuenta de que si tuviera que olvidar a esa persona en "un par de meses", realmente debería mudarse a otro continente, cambiar de trabajo, de estudios, de contraseñas, romper cada espejo que se cruce en su camino, deshacerse de todas sus pertenencias y dejar de frecuentar a toda la gente que alguna vez haya tenido contacto o haya oído hablar de esa persona. Y como si todo eso fuera poco, un lavado de cerebro no vendría mal... porque la falta de todo eso haría recordar aún más la causa de tantos cambios. Una vez acostumbrados al cambio ya está... pero pucha que tarda. En fin,como decía, cuando uno puso tanto empeño en construir un vínculo, la única forma de destruirlo es de a poquito y con decisión. Un día cambiamos una contraseña, otro día bloqueamos una cuenta, eliminamos un blog, o volvemos a ver esa serie que no podíamos pensar verla de otra forma que no sea con esa persona. Así, de a poco y con paciencia, se va limpiando el dolor que provoca la ausencia. De esa persona y de la persona que era uno al estar con ella. Día a día nos encontramos más lejos de ese yo que nos gustaba ser cuando ella nos estaba mirando. Pero no hay que preocuparse porque, sin contar las caídas (que, por dios, duelen y mucho), cada vez nos afecta menos la muerte de ese pequeño yo. Y llega un día en el que hasta dejamos de ir al cementerio a recordarla, hasta puede pasar que después de muerta deje de gustarnos y nos alegremos de que haya fallecido de una vez por todas.