jueves, 6 de enero de 2011

Cuando el orgullo se convierte en prioridad

Todo volvía a pasar. Como si estuviera escrito en algún lugar, como si ese fuera su único destino. Ella estaba sentada frente al monitor, desorientada. Buscaba algo. ¿Qué buscaba? Alguna señal de que estaba arrepentido, de que sólo habían estado jugando. Claro que sólo jugaban, pero a él no le gustaba perder. No le gustaba ser controlado, él era un alma libre, ¿por qué debía regirse bajo las reglas de la ética y la moral? Nada de eso tenía algo que ver con él. Ni siquiera con esa pequeña “pelea” que habían tenido unas horas atrás. Por favor, era sólo un juego ¿por qué se ponía así? Tú me ocultas, yo te oculto. Y ella continuaba siguiéndole el rastro, buscando alguna pista. Había dejado dos cosas: un “ojo por ojo” y un “no juegues conmigo” camuflados entre sus últimas horas de navegación. Y ella releía y releía, no hacía más que balancearse hacia atrás y hacia adelante. Él seguía sin entenderlo, ¿Tan grave había sido? Aunque siempre lo supo, todo lo que tocaba perecía. No, ella no podía perecer. Ella era fuerte. Siguió mirándola, pero esta vez no con desconcierto, sino con miedo. Quiso tocarla, pero ella no notaba que él estaba ahí. Seguía balanceándose y con la mirada desorbitada, sin mirar realmente nada en especial. Le habló, pero ella no oía. Trató de besarla en vano, él era un fantasma y ella a punto de serlo. Se levantó de su asiento y él, creyendo que lo había sentido, fue directamente a ella con una sonrisa de alivio; ahora ambos estaban juntos, ya nada podía ir mal. Pero ella seguía sin percibir su presencia. Caminó ocho pasos hasta el baño. Se sentó pacientemente en el cajón de la ropa sucia y miró un punto fijo. Bueno, es un decir, fijó su vista ahí y Dios sabe qué pasó por su cabeza en ese momento. Él, desesperado, pronunciaba su nombre, con las esperanzas de que ella pudiera oírlo y escapara de su trance. Pero su línea de razonamiento iba a mil y no paraba para ver si había cometido algún error. Parecía recordar las palabras “nunca” y “vida” pero no recordaba el resto de la oración. Sus labios susurraban algo pero por más que se esforzaba él no entendía. Ella parecía dormida, hasta respiraba como una persona que yace dormida por unas cuantas horas. Pero sus ojos permanecían abiertos y su mirada ausente. Él sabía que lo inevitable iba a ocurrir, en unos minutos, en ese cuarto, frente a él. Lo que no pudo ver la última vez, en ese momento se estaba burlando de él en su cara demostrándole que no había nada que pudiera hacer. Él simplemente era tóxico. Gritó, lloró, prometió, suplicó. Nada ocurría. “Yo te amo, no tenés que hacerlo”. Todo seguía igual.
De repente, en un movimiento brusco, se paró y empezó a buscar en los cajones. Finalmente lo encontró, un objeto metálico que sería su herramienta para el olvido, su medicina para el dolor. ¿Qué dolor? Ese que ella misma se había creado. Obviamente él tenía la culpa. Pero no de sus intenciones, sino de buscar siempre compañeras dañadas. Ella comenzó a caminar en círculos en ese pequeño cuarto de baño. Pensaba sin parar la mejor forma de no ensuciar nada, sabía que a su madre le obsesionaba la limpieza y ella en su último acto no podía decepcionarla. Se le ocurrió que la bañadera sería el lugar apropiado y la forma más rápida de limpiar todo el desastre que dejaría. Se quitó la ropa y se miró una última vez al espejo con una sonrisa, amaba su cuerpo y odiaba no tener una forma más fácil de quedar para siempre marcada en la memoria de su amor. Ya desnuda se sentó en la bañadera y cerró los ojos. Ahora le tocaba recordar los mejores momentos de su vida. No quería que la encontraran con todo el maquillaje corrido y los ojos hinchados por haber llorado sola. Ya estaba lista para hacerlo, sólo dos cortes y todo acabaría.
Él no podía estar gritando más fuerte. La vio moverse, sabía qué era lo que buscaba. Su hermano y padre se afeitaban así que seguramente habría más de una en la casa. La desesperación no lo dejaba pensar, algo la detendría pero no tenía idea de qué era y qué podía hacer él desde allí. Se sentía inútil, impotente, culpable. Las lágrimas no paraban de salir, parecía que lo que no había llorado en años ahora estaba floreciendo descontroladamente y no hacía más que causarle dolor de cabeza. Tuvo una idea, su hermano. Tal vez él sí lo oía. La descartó al instante, ya lo habría oído gritar. Se le acababa el tiempo, ella ya la había encontrado. Se desnudaba, ¿Por qué lo hacía? No había tiempo para análisis estúpidos, tenía que detenerla. Su cuerpo era bellísimo, armónico, equilibrado. A ella también le gustaba, lo podía ver en su rostro. Entonces ¿Por qué? ¿Por qué destruirlo de esa forma? Claro, nunca debió haberle contado su pasado. Había dos posibilidades, o lo odiaba profundamente, o lo amaba con locura, hasta el punto de querer permanecer viva en su memoria por el resto de su existencia. Ahora no importaba el porqué, ya estaba todo perdido. Lo supo cuando sus ojos se cerraron.
“Princesa de todos mis palacios…” Cantó su celular. Maldijo al idiota que había interrumpido su paz, pero decidió que si iba a irse para siempre mejor no hacerlo peleada con el mundo. Abrió la tapa y vio su foto. No podía ser. “Te amo, sabías? :)” leyó. Se aferró a su anillo, lo único que llevaba puesto, y lloró. Todavía no era su turno.